Relato: Un latido más (San Valentín 2017)
Poco a poco comenzó a emerger de la bruma de la inconsciencia.
No sabía cuánto tiempo llevaba en el otro lado. Cuando cerró los ojos pensaba que jamás los abriría de nuevo, pero se alegraba de haber regresado. Mientras sus sentidos se despertaban, comenzó a percibir todo tipo de cosas: Olisqueó de nuevo el aroma a limón del desinfectante, sintió el leve calor de los rayos del sol que se filtraban a través de las ventanas y vislumbró entre sus pestañas los tonos azules de los uniformes de los cirujanos y el blanco de los doctores que hacían sus rondas.
Sin embargo, lo que más captó su atención fue el pitido rítmico de la máquina que había junto a su cama. Aquel zumbido intenso e intermitente que jamás se detenía se le antojó lo más hermoso del mundo.
Los días fueron pasando poco a poco y ella se iba sintiendo cada vez más fuerte, más sana. El dolor remitía lentamente, y descubrirse a sí misma caminando todo el largo del pasillo sin agotarse era el mayor premio que jamás había recibido. Comenzaba a creer que saldría de esta...
Una noche, mientras dormitaba, escuchó a la enfermera entrar en la habitación para introducir en el gotero su medicina.
Se había acostumbrado a las noches ruidosas de un hospital, ya no necesitaba completo silencio para conciliar el sueño pero en ese momento, mientras se acomodaba entre las sábanas dispuesta a seguir durmiendo, algo le llamó la atención.
En el pasillo justo frente a su puerta entreabierta la enfermera que acababa de ponerle la medicina se había encontrado con otra enfermera y el tono de su conversación, aunque bajo, se filtraba hasta llegar a sus oídos.
—¿Se lo decimos ya? ¿Crees que puede soportarlo? —preguntaba una de ellas.
—No lo sé —respondía la otra—. Mejora con rapidez, pero quizá es todavía demasiado pronto.
—Nos estaríamos saltando todas las normas —añadía la primera—. ¿Y si no lo hacemos?
—¡Vamos, Teresa! ¿No tienes corazón? Lo prometimos...
—No debimos prometer semejante cosa.
—Lo hicimos, y ahora hay que cumplirlo. Si no lo haces tú, lo haré yo.
—Está bien.
Lo siguiente, fue el silencio.
¿A quién se referirían? ¿Sería a ella? ¿Acaso había algo malo en su nuevo corazón?
Ahora miraba al oscuro techo de la habitación con los ojos como platos, incapaz de dormirse de nuevo, respirando entrecortadamente en el inquietante silencio de la planta y escuchando sus latidos, más acelerados que nunca. Antes de la operación, aquella velocidad de bombeo hubiese supuesto una dolorosa y peligrosa arritmia que la habría dejado fuera de combate durante un día entero.
Se ocultó bajo las mantas y fingió estar dormida cuando la enfermera volvió a entrar. Pensó que la despertaría y le explicaría eso que quizá no iba a poder soportar, pero no fue así. La enfermera dejó algo sobre su mesilla y se marchó.
La chica esperó un tiempo prudencial y se levantó. Cogió el objeto que la enfermera había dejado sobre su mesilla y se dirigió al baño con sigilo.
Allí, bajo la luz del fluorescente, descubrió que lo que tenía en las manos era una carta, en un sobre con su nombre escrito.
La abrió con manos temblorosas, preguntándose de quién sería, y comenzó a leerla.
«Es posible que ni siquiera me recuerdes, parece que hace un siglo que nos vimos por última vez, aunque en realidad hayan pasado pocos meses. No importa. Te aseguro que al término de esta carta, sabrás quién soy...
Parece ser que sólo somos capaces de valorar lo que tenemos cuando lo perdemos. Antes de enfermar, yo no era consciente de lo importante que es estar sano. No entendía el milagro que suponía poder levantarme de la cama cada mañana, poder salir a correr por el parque, ser capaz de mover las manos para hacerme un café y beberlo sin ayuda, no necesitar a nadie que me ayudase a lavarme o a vestirme.
Es posible que no entiendas a qué viene toda esta charla, que te preguntes si tiene algún sentido para ti. Lo que de verdad quiero decir es que estar sano es algo que debemos agradecer cada día. Me gustaría que lo recordases.
El corazón que ahora late dentro de tu pecho, era mío.
Legalmente, tú nunca deberías saber a quién perteneció el órgano que has recibido, pero yo pedí a las enfermeras que te hicieran llegar esta carta donde te explico los motivos de este extraño intercambio.
No lo hago por ti, en realidad es algo más egoísta. Necesito dejar constancia en el mundo que estoy a punto de abandonar de las pocas cosas buenas que he hecho mientras vivía en él.
Cuando nos conocimos, yo ya sabía que tenía una enfermedad degenerativa, terminal, que acabaría con mi vida en poco tiempo. Estaba muy deprimido.
Todos los pacientes que había a mi alrededor se me antojaban simples quejicas que no tenían derecho a protestar. Sí, había algunos casos graves, pero ninguno tenía la certeza de estar muriéndose, como yo.
Entonces llegaste tú con tu corazón hecho un asco pero con una gran sonrisa en la cara.
Apenas podías caminar, ningún esfuerzo, ningún sobresalto... Y no obstante, tomaste a tu cargo al peor caso del hospital: A mí.
Fui un incordio, lo sé. Había días en que hubieras deseado tirarme por la ventana, liberarte de ese espectro apático que deambulaba por los pasillos esperando su triste e inexorable final. Te agradezco que no lo hicieras. Tu alegría y tus inmensas ganas de vivir me contagiaron.
Es posible que nos estuviésemos muriendo, pero aún no estábamos muertos...
Fue entonces cuando comencé a enamorarme de ti, aunque nunca te lo confesé. ¿Para qué?
Ya te he dicho que soy egoísta en realidad. No quería compartir con nadie ese precioso sentimiento que era amar a alguien. Quería guardarlo dentro de mí porque gracias a él por fin me sentía vivo.
Quererte me mantuvo vivo más tiempo del que nadie hubiera imaginado.
Pero entonces te marchaste. Decidiste que no querías pasar tus últimos días en el hospital y regresaste a casa.
Cuando te fuiste comencé a empeorar con rapidez. Era normal. Aquello que me daba fuerzas para seguir se había ido, sin ti era como si mi amor fuese una llama a la que le faltase oxígeno. Se extinguía poco a poco. No te lo reprocho, al contrario. Te lo agradezco, pues alargaste mi vida y me hiciste feliz durante mucho tiempo. Ahora me tocaba a mí hacer algo por ti... Y sólo había una cosa que podía hacer.
Te daría mi corazón, tanto literal como metafóricamente.
Investigué, pregunté, pedí favores e incluso los pagué, pero al final lo supe. Éramos compatibles. Parecía evidente que lo seríamos, algo dentro de mí me lo decía. Teníamos el mismo grupo sanguíneo, gran paralelismo en antígenos, respuesta inmunológica similar... Todo un milagro.
Se me ocurrió que no podía ser casualidad, que habíamos estado destinados a conocernos, que lo que sentía por ti era mera química traducida en mi cerebro como amor. Pero ¿Qué importaba?
Yo podía salvarte la vida. Y lo hice.
Si has recibido esta carta significa que mi plan magistral ha funcionado. He muerto, pero no del todo.
Mi corazón late para ti, del mismo modo que latía cuando aún estaba en mi cuerpo. Espero que siga latiendo por muchos años».
Las lágrimas se deslizaron una tras otra sobre sus mejillas.
Sí, sabía quién era, por supuesto.
Era el hombre de sus sueños, su amor imposible, su fuerza y su esperanza... Su salvador.
Ella no “era” una persona alegre, esa sonrisa de la que hablaba en la carta sólo aparecía cuando lo veía a él, cuando lo sabía cerca.
Él había sido el motivo de esas contagiosas ganas de vivir.
Jamás le contó que se moría, ella no lo sabía. De haberlo sabido, nunca se hubiera marchado a casa, se habría quedado con él en el hospital hasta el final.
Se llevó la mano al pecho y sintió su corazón... Un latido, otro, y un latido más.
No sabía cuánto tiempo llevaba en el otro lado. Cuando cerró los ojos pensaba que jamás los abriría de nuevo, pero se alegraba de haber regresado. Mientras sus sentidos se despertaban, comenzó a percibir todo tipo de cosas: Olisqueó de nuevo el aroma a limón del desinfectante, sintió el leve calor de los rayos del sol que se filtraban a través de las ventanas y vislumbró entre sus pestañas los tonos azules de los uniformes de los cirujanos y el blanco de los doctores que hacían sus rondas.
Sin embargo, lo que más captó su atención fue el pitido rítmico de la máquina que había junto a su cama. Aquel zumbido intenso e intermitente que jamás se detenía se le antojó lo más hermoso del mundo.
Los días fueron pasando poco a poco y ella se iba sintiendo cada vez más fuerte, más sana. El dolor remitía lentamente, y descubrirse a sí misma caminando todo el largo del pasillo sin agotarse era el mayor premio que jamás había recibido. Comenzaba a creer que saldría de esta...
Una noche, mientras dormitaba, escuchó a la enfermera entrar en la habitación para introducir en el gotero su medicina.
Se había acostumbrado a las noches ruidosas de un hospital, ya no necesitaba completo silencio para conciliar el sueño pero en ese momento, mientras se acomodaba entre las sábanas dispuesta a seguir durmiendo, algo le llamó la atención.
En el pasillo justo frente a su puerta entreabierta la enfermera que acababa de ponerle la medicina se había encontrado con otra enfermera y el tono de su conversación, aunque bajo, se filtraba hasta llegar a sus oídos.
—¿Se lo decimos ya? ¿Crees que puede soportarlo? —preguntaba una de ellas.
—No lo sé —respondía la otra—. Mejora con rapidez, pero quizá es todavía demasiado pronto.
—Nos estaríamos saltando todas las normas —añadía la primera—. ¿Y si no lo hacemos?
—¡Vamos, Teresa! ¿No tienes corazón? Lo prometimos...
—No debimos prometer semejante cosa.
—Lo hicimos, y ahora hay que cumplirlo. Si no lo haces tú, lo haré yo.
—Está bien.
Lo siguiente, fue el silencio.
¿A quién se referirían? ¿Sería a ella? ¿Acaso había algo malo en su nuevo corazón?
Ahora miraba al oscuro techo de la habitación con los ojos como platos, incapaz de dormirse de nuevo, respirando entrecortadamente en el inquietante silencio de la planta y escuchando sus latidos, más acelerados que nunca. Antes de la operación, aquella velocidad de bombeo hubiese supuesto una dolorosa y peligrosa arritmia que la habría dejado fuera de combate durante un día entero.
Se ocultó bajo las mantas y fingió estar dormida cuando la enfermera volvió a entrar. Pensó que la despertaría y le explicaría eso que quizá no iba a poder soportar, pero no fue así. La enfermera dejó algo sobre su mesilla y se marchó.
La chica esperó un tiempo prudencial y se levantó. Cogió el objeto que la enfermera había dejado sobre su mesilla y se dirigió al baño con sigilo.
Allí, bajo la luz del fluorescente, descubrió que lo que tenía en las manos era una carta, en un sobre con su nombre escrito.
La abrió con manos temblorosas, preguntándose de quién sería, y comenzó a leerla.
«Es posible que ni siquiera me recuerdes, parece que hace un siglo que nos vimos por última vez, aunque en realidad hayan pasado pocos meses. No importa. Te aseguro que al término de esta carta, sabrás quién soy...
Parece ser que sólo somos capaces de valorar lo que tenemos cuando lo perdemos. Antes de enfermar, yo no era consciente de lo importante que es estar sano. No entendía el milagro que suponía poder levantarme de la cama cada mañana, poder salir a correr por el parque, ser capaz de mover las manos para hacerme un café y beberlo sin ayuda, no necesitar a nadie que me ayudase a lavarme o a vestirme.
Es posible que no entiendas a qué viene toda esta charla, que te preguntes si tiene algún sentido para ti. Lo que de verdad quiero decir es que estar sano es algo que debemos agradecer cada día. Me gustaría que lo recordases.
El corazón que ahora late dentro de tu pecho, era mío.
Legalmente, tú nunca deberías saber a quién perteneció el órgano que has recibido, pero yo pedí a las enfermeras que te hicieran llegar esta carta donde te explico los motivos de este extraño intercambio.
No lo hago por ti, en realidad es algo más egoísta. Necesito dejar constancia en el mundo que estoy a punto de abandonar de las pocas cosas buenas que he hecho mientras vivía en él.
Cuando nos conocimos, yo ya sabía que tenía una enfermedad degenerativa, terminal, que acabaría con mi vida en poco tiempo. Estaba muy deprimido.
Todos los pacientes que había a mi alrededor se me antojaban simples quejicas que no tenían derecho a protestar. Sí, había algunos casos graves, pero ninguno tenía la certeza de estar muriéndose, como yo.
Entonces llegaste tú con tu corazón hecho un asco pero con una gran sonrisa en la cara.
Apenas podías caminar, ningún esfuerzo, ningún sobresalto... Y no obstante, tomaste a tu cargo al peor caso del hospital: A mí.
Fui un incordio, lo sé. Había días en que hubieras deseado tirarme por la ventana, liberarte de ese espectro apático que deambulaba por los pasillos esperando su triste e inexorable final. Te agradezco que no lo hicieras. Tu alegría y tus inmensas ganas de vivir me contagiaron.
Es posible que nos estuviésemos muriendo, pero aún no estábamos muertos...
Fue entonces cuando comencé a enamorarme de ti, aunque nunca te lo confesé. ¿Para qué?
Ya te he dicho que soy egoísta en realidad. No quería compartir con nadie ese precioso sentimiento que era amar a alguien. Quería guardarlo dentro de mí porque gracias a él por fin me sentía vivo.
Quererte me mantuvo vivo más tiempo del que nadie hubiera imaginado.
Pero entonces te marchaste. Decidiste que no querías pasar tus últimos días en el hospital y regresaste a casa.
Cuando te fuiste comencé a empeorar con rapidez. Era normal. Aquello que me daba fuerzas para seguir se había ido, sin ti era como si mi amor fuese una llama a la que le faltase oxígeno. Se extinguía poco a poco. No te lo reprocho, al contrario. Te lo agradezco, pues alargaste mi vida y me hiciste feliz durante mucho tiempo. Ahora me tocaba a mí hacer algo por ti... Y sólo había una cosa que podía hacer.
Te daría mi corazón, tanto literal como metafóricamente.
Investigué, pregunté, pedí favores e incluso los pagué, pero al final lo supe. Éramos compatibles. Parecía evidente que lo seríamos, algo dentro de mí me lo decía. Teníamos el mismo grupo sanguíneo, gran paralelismo en antígenos, respuesta inmunológica similar... Todo un milagro.
Se me ocurrió que no podía ser casualidad, que habíamos estado destinados a conocernos, que lo que sentía por ti era mera química traducida en mi cerebro como amor. Pero ¿Qué importaba?
Yo podía salvarte la vida. Y lo hice.
Si has recibido esta carta significa que mi plan magistral ha funcionado. He muerto, pero no del todo.
Mi corazón late para ti, del mismo modo que latía cuando aún estaba en mi cuerpo. Espero que siga latiendo por muchos años».
Las lágrimas se deslizaron una tras otra sobre sus mejillas.
Sí, sabía quién era, por supuesto.
Era el hombre de sus sueños, su amor imposible, su fuerza y su esperanza... Su salvador.
Ella no “era” una persona alegre, esa sonrisa de la que hablaba en la carta sólo aparecía cuando lo veía a él, cuando lo sabía cerca.
Él había sido el motivo de esas contagiosas ganas de vivir.
Jamás le contó que se moría, ella no lo sabía. De haberlo sabido, nunca se hubiera marchado a casa, se habría quedado con él en el hospital hasta el final.
Se llevó la mano al pecho y sintió su corazón... Un latido, otro, y un latido más.
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